POR SUS FRUTOS LOS CONOCERÉIS
Jn 6, 51-58
«Si no coméis de mi carne y bebéis de mi sangre no tendréis vida en vosotros»
No nos cuesta ningún esfuerzo entender a Jesús como alimento; en admitir que alimentamos nuestro espíritu cuando vivimos de acuerdo a sus criterios. En el episodio de la samaritana (complementario de éste), Juan habla del agua viva que nos quita para siempre la sed de aquello que estropea nuestra vida, y en éste comienza hablado del pan de vida que nos alimenta para caminar hacia la casa del Padre.
Pero cuando a continuación se presenta a Jesús diciendo que hay que comer su carne y beber su sangre para tener vida eterna, nos quedamos tan desconcertados como la gente que le escuchaba. Y todavía quedamos más desconcertados cuando en los textos sinópticos de la última cena se relatan unas palabras de Jesús que parecen reforzar esa idea: «Éste es mi cuerpo… ésta es mi sangre» … Había que encontrar el significado de estas expresiones tan paradójicas, y los teólogos pronto se pusieron a ello.
Algunos Padres de la Iglesia defendieron una presencia simbólica de Jesús en el pan y el vino, pero la tónica general desde el siglo IV es la defensa de lo contrario: el pan y el vino se convierten “realmente” en cuerpo y sangre de Cristo. El IV Concilio de Letrán (siglo XIII) habla del pan y del vino “transustanciados” en el cuerpo y la sangre de Cristo. El Concilio de Trento (siglo XVI) da carácter de dogma esta doctrina.
¿Y a qué carta apostamos nosotros, los creyentes del siglo XXI?… La jerarquía nos insta, lógicamente, a aceptar el dogma, pero nuestra cultura ilustrada nos dice que la conversión de una cosa en otra como consecuencia de un conjuro es magia, y nos cuesta aceptar la presencia de elementos mágicos en el evangelio. Y es aquí donde se produce una dicotomía entre cristianos que, lejos de ser negativa, tiene la virtud de poner a prueba la madurez de la fe de unos y otros.
Podemos definir al cristiano como aquel que escucha la Palabra y responde a ella, es decir, el que ama y sirve a los demás: «En esto conocerán que sois mis discípulos; en que os améis los unos a los otros» –dice el evangelio– … «En todo amar y servir» –decía Ignacio de Loyola–. Y ya está… y no hay más… y, desde esta perspectiva, vemos que esa dicotomía que antes mencionábamos pierde su importancia porque se refiere a lo secundario y no a lo fundamental.
El modo concreto en que yo crea resulta irrelevante, porque lo importante son los frutos. Es indiferente que yo crea que la misa es un “Santo Sacrificio” que recrea la inmolación del hijo de Dios para redimirnos de los pecados… o que la considere Eucaristía, acción de gracias heredera de las “Cenas del Señor”. Es irrelevante que yo crea que las palabras del oficiante producen la transustanciación del pan y del vino… o que considere la consagración como un recuerdo entrañable de las palabras de Jesús justo antes de morir: «Haced esto en memoria mía». O que crea que al comulgar me estoy comiendo a Jesús… o que estoy comulgando con él; con sus criterios y con el proyecto colosal que nos encomendó…
Lo relevante no son mis creencias, sino los frutos que producen mis creencias.
Miguel Ángel Munárriz Casajús