El amor se debe poner más en las obras que en las palabras
Por: Gabriel Jaime Pérez, S.J.
En aquel tiempo, mientras enseñaba en el Templo de Jerusalén, les preguntó Jesús a las autoridades religiosas de los judíos: «¿Qué les parece? Un hombre tenía dos hijos. Al primero le dijo: “Hijo, vete hoy a trabajar en la viña”. Y él respondió: “No quiero”, pero después se arrepintió y fue. Lo mismo le dijo al segundo y este respondió: “Voy, Señor”, pero no fue. ¿Cuál de los dos hizo la voluntad del padre?» «El primero», le contestaron. Y Jesús les replicó: «En verdad les digo que los publicanos y las prostitutas llegarán antes que ustedes al Reino de los Cielos. Porque vino Juan a ustedes por caminos de justicia, y ustedes no creyeron en Él, mientras que los publicanos y las rameras sí le creyeron. Y ustedes, aunque vieron todo esto, no cambiaron de actitud para creerle
El mensaje del Evangelio podemos resumirlo en una frase de san Ignacio de Loyola (1491-1556): El amor se debe poner más en las obras que en las palabras
Meditemos en lo que nos dice Jesús:
La parábola de los dos hijos nos muestra dos actitudes opuestas en la relación con Dios. En el que dice “voy” y no va, están representados quienes se consideran buenos, pero todo se les queda en palabras, porque dicen y no hacen. El otro hijo, que dice al principio “no quiero ir”, pero luego recapacita y atiende el llamado de su padre, representa a quienes se reconocen necesitados de salvación, y se convierten sinceramente a Dios.
Dios rechaza el pecado, pero acoge a quien reconoce su necesidad de perdón disponiéndose sinceramente a cambiar y por eso dice: Cuando el malvado se convierte de la maldad que hizo y practica el derecho y la justicia, él mismo salva su vida. Si recapacita y se convierte de los delitos cometidos, ciertamente vivirá.
No es amor auténtico aquél que se queda solamente en las palabras, por muy hermosas que éstas sean, o en el deseo que no llega a transformase en hechos. Se requiere, para que el amor sea auténtico, que lo demostremos con hechos reales, con actuaciones que, a menudo, nos cuesta realizar. Hoy más que nunca son necesarios los cristianos que viven su fe de manera consecuente: haciendo el bien por allá por donde pasen.
Dispongámonos pues, desde el reconocimiento sincero de nuestra necesidad de salvación, por una parte, a ser coherentes y realizar en la práctica de nuestra vida cotidiana lo que expresamos al proclamar nuestra fe y, por otra, a imitar la actitud misericordiosa de Dios que se nos revela en nuestro Señor Jesucristo, acogiendo con compasión a todas las personas rechazadas y excluidas que muestran y reconocen su necesidad de ser liberadas de todo cuanto las oprime. Sólo así podremos andar en la verdad y pasar de los dichos a los hechos. Que María santísima nos alcance de su Hijo la gracia de ser coherentes en la práctica con lo que decimos al expresar nuestra fe. Así sea.