ENTRE EL TEMOR Y EL MIEDO[1]
Ya es común oír, en estos días de la emergencia del coronavirus, la frase: “La gente tiene miedo”. Y no es para menos. Si somos conscientes, no podemos dejar de sentir la impotencia ante una desgracia de estas dimensiones. Si somos superficiales e irresponsables, podremos decir, infantilmente: “No es nada. No hay que exagerar. No sucede nada”. Pero si en un día mueren cerca de 800 personas, en un solo país, no podemos decir: “No pasa nada”.
Por eso es explicable lo que sentimos en estos días, porque estamos frente a algo misterioso, que nos rebasa, que escapa a nuestro control. Estamos sintiendo al vivo nuestra propia fragilidad. Pero conviene distinguir: no es lo mismo experimentar temor que sentir miedo. Lo primero es una cosa positiva, que incluso casi deberíamos cultivar. Hasta podemos decir que se trata de una virtud. El libro de los Proverbios nos enseña que “El principio de la sabiduría es el temor de Dios” (Prov 1,7). Es una actitud de humildad, de reconocimiento del propio límite, de la necesidad de ayuda. Significa reverencia, respeto. Pero siempre desde una actitud creyente, confiada, que no pierde la esperanza. Ayuda a no sentirse solo. En el fondo de esta situación no está la desesperanza, sino una ‘chispa’ de seguridad: en mi pequeñez, no estoy abandonado. Tarde o temprano, sentiré la ayuda de Aquel que todo lo puede, Alguien mayor que estos males que me amenazan. Y la chispa se convierte poco a poco en una llama, que me abrasa.
El miedo, en cambio, es desesperación, parálisis, sentido de fracaso, de oscuridad y frustración, de abandono, y conduce a la tristeza y al desánimo. Es una casa abandonada, en invierno. Es la actitud del no creyente, o mejor dicho, de quien cree y confía sólo en las propias fuerzas, que se demuestran ahora insuficientes.
Por tanto, para un creyente, vivir en un tiempo de crisis como el de este momento histórico, se convierte en una ocasión para renovar la fe, escuchando la voz del Espíritu, que nos anima desde los salmos: El Señor es mi pastor, nada me falta. En verdes praderas me apacienta, hacia las aguas de reposo me conduce, y conforta mi alma (Sal 23,1-3); El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré? El Señor es la defensa de mi vida, ¿ante quién he de temblar? (Sal 27,1); […] en tus manos encomiendo mi espíritu, tú me rescatas, oh Yavheh (Sal 31,6). La convicción del pueblo de Israel: El Señor está en medio de nosotros. Por eso el creyente está mejor ‘provisto’ para afrontar estos momentos, porque sabemos que, si Dios no nos ahorra el sufrimiento de las pruebas y las enfermedades, nos ayuda a superarlas.
Es también una ocasión para mostrar la solidaridad con la colectividad, con el resto de mis conciudadanos. No se trata sólo de mi salud personal, sino de la de tantas personas con quienes convivo. Además, podemos apreciar los dones que recibimos cada día, y que damos por supuesto que así tienen que ser, y por tanto, no los agradecemos suficientemente: la salud especialmente, la libertad para movernos y trasladarnos, los elementos naturales: la luz, el aire, el agua. Somos llevados también, cuando experimentamos nuestros límites, a revisar nuestra jerarquía de valores: qué es lo que realmente vale, y qué es superfluo y banal. Con frecuencia, gastamos el tiempo, la energía y el dinero en tonterías sin fin.
La ciencia misma, a pesar de todos sus avances, llega un momento -éste es uno- en que debe despojarse de la capa de autosuficiencia, bajar la cabeza, y reconocer: “no somos tan poderosos como pensábamos”. La actitud de creer que saldremos adelante por nuestras solas fuerzas resulta ridícula y arrogante. Pero, desde la fe, podemos afirmar, como san Pablo: “todo lo puedo en Aquel que me conforta” (Flp 4,13).
Mario López Barrio, S. J.
Colegio S. Roberto Bellarmino, Roma, Fiesta de san José 2020.
[1] Me inspiró el Card. G. Ravasi, en una entrevista reciente, para la idea central de esta reflexión, que elaboré después personalmente.