LA PEDAGOGÍA DEL DOLOR-ALEGRÍA
«Dios no quiere la enfermedad; no ha creado el mal y la muerte. Pero, desde el momento en que éstos, a causa del pecado, han entrado en el mundo, su amor tiende totalmente a sanar al hombre, a liberarlo del pecado y de cualquier mal, y a colmarlo de vida, paz y alegría» (San Juan Pablo II).
Pocas experiencias son tan comunes a todos los seres humanos como la alegría y el dolor, el gozo y el sufrimiento. Estas realidades son “sentidas” por todos, tanto por los que practican la “bondad” como por los que practican la “maldad”. Sin embargo, cada persona experimenta desde sus propias características estas realidades que lo mueven a buscar un sentido que las explique y a la vez permita asumir correctamente en la propia vida, pues tanto dolor como alegría apuntan a un “más allá”.
El dolor
Constata el Papa Benedicto XVI que la realidad del sufrimiento es una experiencia que «forma parte de la existencia humana»[1]. ¿De dónde proviene tanto y tan extendido dolor? El mismo Papa nos dirá: «Éste se deriva, por una parte, de nuestra finitud y, por otra, de la gran cantidad de culpas acumuladas a lo largo de la historia, y que crece de modo incesante también en el presente»[2].
Nos dice la Sagrada Escritura que al comienzo de la creación no existían el mal, el dolor y el sufrimiento: «Vio Dios cuanto había hecho, y todo estaba muy bien»[3]. El recordado Papa Juan Pablo II, en una iluminadora enseñanza, nos dice que «Dios no quiere la enfermedad; no ha creado el mal y la muerte. Pero, desde el momento en que éstos, a causa del pecado, han entrado en el mundo, su amor tiende totalmente a sanar al hombre, a liberarlo del pecado y de cualquier mal, y a colmarlo de vida, paz y alegría»[4].
¿Debemos resignarnos ante el dolor? No, pues esa actitud contradice nuestro ser humanos y cristianos: viviendo en tensión de realismo y esperanza. Debemos hacer todo lo que esté dentro de nuestras capacidades y posibilidades para superar el sufrimiento, tanto el propio como el ajeno. Sin embargo, suprimirlo completamente del mundo es algo que no está en nuestras manos, es una empresa que nos supera tanto por nuestra limitación como por el poder del mal y la culpa. «Esto sólo podría hacerlo Dios: y sólo un Dios que, haciéndose hombre, entrase personalmente en la historia y sufriese en ella. Nosotros sabemos que este Dios existe y que, por tanto, este poder que “quita el pecado del mundo” está presente en el mundo»[5].
No deja de ser cierto que en nuestros dolores menores siempre necesitamos también nuestras grandes o pequeñas esperanzas: un gesto de reconciliación, la medicina que cura la herida interna o externa, la compañía de nuestros seres queridos, una visita cordial, una palabra cariñosa, etc. «Pero en las pruebas verdaderamente graves, en las cuales tengo que tomar mi decisión definitiva de anteponer la verdad al bienestar, a la carrera, a la posesión, es necesaria la verdadera certeza, la gran esperanza»[6] es decir, la certeza de fe en que Dios ha visitado nuestro mundo y ha asumido en sí nuestra historia. Basta contemplar con naturalidad el misterio de la Pasión del Señor Jesús para confirmar que «la cruz es la inclinación más profunda de la Divinidad hacia el hombre… La cruz es como un toque del amor eterno sobre las heridas más dolorosas de la existencia terrena del hombre»[7].
La alegría
Uno puede regocijarse cuando se encuentra con un amigo, al recuperar la salud, al escuchar el primer llanto de su hijo, cuando se lleva alegría a la vida de un sufriente, al encontrar feliz solución a un problema difícil, cuando respira la lozanía del viento frío en las montañas, cuando mira el horizonte infinito del mar iluminado tenuemente por el sol del atardecer. Son las pequeñas y las grandes alegrías que nos “ponen en contacto” con la felicidad del “aquí”.
Pero esas alegrías, siendo verdaderas, remiten a un “más allá”, tocan nuestra hambre de infinito y nos impulsan a un horizonte mayor, permanente, eterno. Precisamente porque las primeras no sacian remiten desde el eco que encuentran en nuestra mismidad hacia una realidad que sí sacie por completo. La alegría auténtica en el fondo siempre es espiritual, es aquella que se regocija en su origen: «¡No apaguéis esta alegría que nace de la fe en Cristo crucificado y resucitado! ¡Testimoniad vuestra alegría! ¡Habituaos a gozar de esta alegría!»[8].
Con gran acierto San Agustín dice: «El gozo en el Señor debe ir creciendo continuamente, mientras que el gozo en el mundo debe ir disminuyendo hasta extinguirse. Esto no debe entenderse en el sentido de que no debamos alegrarnos mientras estemos en el mundo, sino que es una exhortación a que, aun viviendo en el mundo, nos alegremos ya en el Señor»[9].
La pedagogía del dolor-alegría
La pedagogía del dolor-alegría es una de las formas con las cuales Dios nos educa en el terreno caminar. El Maestro Bueno dispone para nuestro bien de un camino que, al ser recorrido con fe, esperanza y caridad, conduce a la «vida verdadera». Pero debemos resaltar que Dios siempre cuenta con nuestra libertad personal, nos ofrece sabia y amorosamente un camino que, de seguirse, conduce a la plena felicidad y, de rechazarse, conduce a la frustración más profunda.
No todos los hombres y mujeres de hoy están dispuestos a transitar por ese camino. Más bien, como dice el Evangelio, son “pocos” los que pasan, pues la puerta es “estrecha” y el camino hacia el Reino de los cielos es “angosto”[10]. Conformarse con el Señor Jesús «significa recorrer una senda orientada contra la fuerza natural de la gravedad, contra la fuerza del egoísmo, del afán de obtener lo puramente material y el deseo de conseguir el mayor placer, que se confunde con la felicidad»[11].
Una de las “razones” por las cuales muchos hombres y mujeres rechazan dicha pedagogía es porque se quedan en “alegrías efímeras” e intentan escapar a como dé lugar de la experiencia del dolor. Sin embargo, «lo que cura al hombre no es esquivar el sufrimiento y huir ante el dolor, sino la capacidad de aceptar la tribulación, madurar en ella y encontrar en ella un sentido mediante la unión con Cristo, que ha sufrido con amor infinito»[12]. En ese sentido señala con gran sabiduría el Papa Benedicto XVI que «la grandeza de la humanidad está determinada esencialmente por su relación con el sufrimiento y con el que sufre»[13].
Cierto que no hay cristianismo sin cruz, pero la cruz de Cristo conduce siempre a la resurrección. La alegría está latente ante el dolor patente de la cruz y es necesario ser hombres y mujeres de fe para desentrañar ese sentido profundo y adherirse a él de corazón.
Quizá una de las claves más importantes para saber afrontar de forma auténticamente humana dicha pedagogía es el hecho de encontrarle un sentido personal y a la vez abrirse a la experiencia del prójimo y compartir sus vivencias de dolor y alegría: «el individuo no puede aceptar el sufrimiento del otro si no logra encontrar personalmente en el sufrimiento un sentido, un camino de purificación y maduración, un camino de esperanza»[14].
La alegría del Señor Jesús comienza ya “aquí abajo”. Él promete la felicidad en medio del dolor y clara muestra de ello son las bienaventuranzas. Cada una de ellas presenta con realismo un “camino doloroso” (pobreza, mansedumbre, llanto, hambre y sed de justicia, misericordia, pureza de corazón, trabajos por la paz, persecución) pero con un “final feliz” (el Reino de los cielos, la herencia de la tierra, el consuelo, la saciedad, alcanzar misericordia, ver a Dios, ser llamado hijo de Dios, grandes recompensas eternas). ¿Qué nos puede mover a recorrer un camino tan arduo? Pues precisamente que las hizo vida en sí mismo Aquél que las pronunció: «Las Bienaventuranzas son la transposición de la cruz y la resurrección a la existencia del discípulo. Pero son válidas para los discípulos porque primero se han hecho realidad en Cristo como prototipo»[15].
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