La Ratio Studiorum de los jesuitas
Víctor Manuel Pérez Valera.
La Ratio Studiorum (sistema educativo de los jesuitas), encarna los ideales educativos
que consolidan el movimiento renovador del humanismo renacentista. En
la Ratio culminan las directrices educativas que Ignacio de Loyola había trazado en 17
breves capítulos de la cuarta parte de las Constituciones. La Ratio fue publicada el 18
de enero de 1599 por el General Claudio Aquaviva. En 1832 se publicó un proyecto
renovado en el que se le daba gran importancia a las ciencias naturales. Nuevas
adaptaciones a la Ratio se publicaron en 1986 y en 2005, inspiradas ambas por las
características fundamentales del documento original.
Conviene señalar que la formación jesuítica está enfocada a: 1) asumir los valores
trascendentes, 2) procurar la transformación de un mundo más humano, (orientada a
los valores), 3) cultivar la personalidad del alumno, 4) abrirse a la interdisciplinariedad,
y 5) promover la excelencia.
La primera característica la descubrimos en el Derecho, éste en la antigüedad tenía su
origen en la divinidad, que se refleja en los grandes mitos griegos, como el de Themis,
y en las legislaciones como el código de Hammurabi, el código hitita y el código hebreo.
Esta tradición impregna las concepciones jurídicas de Tomás de Aquino y las de la
célebre escuela de los teólogos-juristas españoles, entre los que destacan Francisco
de Vitoria y Francisco Suárez, S.J. Todavía más, la última razón de las obligaciones
jurídicas, e igualmente de las obligaciones éticas, sólo pueden sustentarse plenamente
en un Ser trascendente, de modo semejante a como lo plantea Platón en su dialéctica
del Eros.
La segunda característica la sintetizaba Pedro Arrupe en la conocida frase: “Formar
hombres y mujeres para los demás”. En contraposición al lema de F. Bacon: “Saber es
poder”, podríamos decir que “saber es servir, saber es participar y compartir”. La
comunidad académica debería estar preocupada y comprometida por los ideales de un
mundo más humano y más justo.
En tercer lugar, no puede faltar el aspecto valoral. Peter Hans Kolvenbach en un
mensaje en la Universidad de Georgetown enfatiza que, “no hay aspecto de la
educación, ni siquiera en las llamadas ciencias duras, que sea neutral. Toda
enseñanza imparte valores… ellos no son dominio exclusivo del moralista, sino del
ámbito de cada disciplina académica”. En concreto, los valores jurídicos buscan la
armonía y el bien común de la sociedad y procuran ordenar y resolver los conflictos
humanos, no de cualquier modo, sino de modo justo, equitativo y pacífico.
La cuarta característica, algo muy típico de la filosofía jesuítica de la educación, lo
señala la Ratio Studiorum con dos palabras, Cura personalis: la preocupación por cada
alumno, tanto dentro como fuera de la clase. Cada estudiante debe ser apreciado como
ser único. Se le debe dar tanta atención personal cuanta sea humanamente posible.
Esto de ninguna manera significa relajar la disciplina o bajar el nivel académico. Al
contrario, es necesario impulsar al alumno a su superación, a que desarrolle al máximo
sus potencialidades.
En quinto lugar la educación jesuítica se caracteriza desde su nacimiento por la
formación humanista: no cerrarse en una angosta especialidad profesionalizante, sino
abrirse a la historia, a la literatura, a la filosofía y a los problemas económicos, políticos
y sociales. Y sobre todo, más que aprender una asignatura, aprender a pensar de
modo crítico y valoral.
Finalmente, la educación jesuítica lucha por alcanzar la excelencia. Para Ignacio de
Loyola el imperativo por la excelencia era un asunto religioso. Él repetía hasta la
saciedad el famoso “magis” (más). El magis ignaciano requiere una constante
evaluación de fines, programas, recursos y métodos, en un esfuerzo por la efectividad
en la creatividad. Todos tenemos diversos horizontes, aunque vivamos bajo el mismo
cielo, por consiguiente, es de suma importancia, ampliar nuestros horizontes, y
superando el círculo de la “docta ignorancia”, interesarnos por los problemas de los
más pobres y marginados de nuestra sociedad. Si no somos capaces de reconocer
nuestra ignorancia, habremos perdido nuestra sabiduría.