Cuando los primeros seres humanos comenzaron a tener conciencia de su entorno, se encontraron con un paraíso que les ofrecía todos los recursos necesarios para la vida, y además belleza y armonía. A día de hoy todavía podemos deleitarnos con lo que vemos y oímos cuando salimos a la Naturaleza; aún disponemos de los recursos esenciales para la vida y nadie trata de arrebatárnoslos por la fuerza, porque la humanidad aún no padece una escasez trágica de ellos. Todavía estamos a salvo de enfermedades tropicales y gozamos de un clima que no nos aplasta de calor en verano ni agosta nuestras cosechas. Pero todo indica que somos los últimos en disfrutar de todo eso porque estamos destruyendo el paraíso… Y nos surgen dos preguntas: Primera, ¿Cómo hemos llegado a esta situación?… Segunda, ¿Cuál es la causa de nuestra actitud infame?
Respecto a la primera, los hechos son muy sencillos. En las culturas antiguas la Naturaleza era motivo de culto. Los primeros filósofos la observaban y la investigaban, pero la seguían respetando. En la Edad Moderna se convierte en materia prima para explotarla y aprovecharla con fines prácticos. En el siglo veinte se dispara la actividad industrial, y para colmo, la globalización de la economía centuplica la producción de bienes y el medioambiente sufre una agresión brutal e insostenible. Pero los hechos son solo hechos, no son la causa de sí mismos, y detrás de ellos está la cultura que los provoca.
Y vemos que el desastre comienza con el nacimiento de la cultura materialista, cientifista, que considera falso todo aquello que escape al ámbito científico. Esta cultura nace en la Edad Moderna en estrecha relación con el desarrollo científico experimentado en esa época de la historia, y más concretamente, con el convencimiento de que a través de la ciencia íbamos a lograr en esta vida la felicidad que la religión reserva para después de la muerte. Los filósofos que la encarnan rechazan de plano la idea de Dios y consideran pueril la práctica religiosa. Se inicia así la desacralización del mundo, la banalización de la vida y la búsqueda frenética de cosas y sensaciones que puedan dar sentido a una existencia que de pronto se ha quedado vacía.
En este caldo de cultivo florece el capitalismo; un capitalismo oportunista que ofrece al ciudadano el sentido que busca a través del consumo compulsivo y la satisfacción de deseos, y que termina de liquidar aquellos principios y aquellos valores que habían guiado a la humanidad a lo largo de la historia. Y ya estamos en condiciones de contestar a la primera pregunta: Ha sido la acción conjunta del materialismo cientifista y el capitalismo salvaje la que nos ha llevado al desastre; un desastre que al menos en lo material ya es irreversible.
Pero hay más, porque cuando más necesita la humanidad de un potente bagaje moral para hacer frente a la situación extrema que está viviendo, mayor es su carencia. Y la razón es la misma: que el progresismo cientifista niega toda creencia y todo principio religioso o moral, y esto determina que el progreso humano consista ahora en despojar al ser humano de todo lo humano que hay en él; es decir, en animalizarlo.
Y ya podemos contestar a la segunda pregunta. Actuamos con tal infamia porque ahora la calidad de lo humano ya no es la humanidad ni la compasión, sino el instinto animal. Tampoco lo es la libertad, sino la esclavitud a la que nos someten nuestras pasiones y apetencias (hago lo que me apetece). Ni la inteligencia, sino la necedad supina de desarrollar chismes que nos están destruyendo. Ni el sentido ético, sino la ley del más fuerte. Ni la moderación, sino la compulsión…
Sí, muy mal camino.
Miguel Ángel Munárriz Casajús