REFLEXIONES Y LAMENTOS DE UN CRISTIANO DE A PIÉ
Fue una suerte para mí conocer a un jesuita que creía en el poder de la eucaristía; que pensaba que era la asamblea de fieles la que la celebraba, no la que la oía; que predicaba la palabra desde su fascinación por Jesús; que hablaba siempre de Abbá, del Reino y la Buena Noticia; que nos invitaba a comulgar con Jesús –con sus criterios y valores–, que nos daba la bendición final para recordarnos que fuera nos esperaba la misión…
Pero murió, y entonces caí en la cuenta de lo difícil que resulta encontrar una eucaristía donde se hable de ese Jesús contagioso, siempre rodeado de “gente maldita y empecatada”, siempre en compañía de mendigos y tullidos, que no dudaba en tocar a los leprosos para sanarles, o en jugarse la vida para librar de la muerte a una adúltera. Que no se arrugó ante los poderosos sabiendo que eso le iba a costar la vida, y que murió en la cruz. Por el contrario, son muchas las homilías centradas en supuestas sabidurías ajenas al evangelio en las que se omite cualquier alusión a Jesús. Muchas también con un marcado carácter veterotestamentario donde no queda ni rastro de la Buena Noticia. Otras, en fin, compuestas en base a ocurrencias personales del oficiante que hacen sospechar una falta sustancial de formación en materia evangélica…
Y el tema no es banal. Ruiz de Galarreta describía el camino de la fe por analogía con la experiencia que vivieron los discípulos de Jesús: “Le conocieron, quedaron fascinados por Él, le siguieron y mucho después creyeron”. Es decir, lo primero es conocerle, y sin ese conocimiento es imposible una fe adulta. El problema, el gravísimo problema que padecemos la Iglesia de hoy –y quizás la de siempre– es que hasta nuestros pastores parecen desconocer a Jesús. Y al no conocerle, llenan sus homilías de contenidos no evangélicos y condenan a los fieles a creer en un personaje mitificado y desconocido.
Quizás haya llegado el momento de que la jerarquía de la Iglesia se replantee muy seriamente la formación de sus pastores. Quizás sobre tanta filosofía docta y tanta teología dogmática ajena al estilo de Jesús, y falte el estudio profundo del evangelio; de Abbá, de la Buena Noticia, del Reino. Se da la circunstancia de que quienes predican el evangelio sin ambages escandalizan a la jerarquía y se ven acosados por ello; y ése es un síntoma muy malo…
Pero hay una segunda parte no menos preocupante, y es el desacierto de los textos litúrgicos que acompañan al evangelio. Habitualmente, la primera lectura versa sobre hechos e ideas que no están en concordancia con los criterios de Jesús; o que los contradicen explícitamente; o que narran salvajadas fruto del arcaísmo religioso de sus autores (como la matanza de los primogénitos de Egipto, o la aniquilación del ejército del Faraón). En la segunda lectura son habituales las interpretaciones parenéticas que no aportan nada al evangelio y casi siempre le restan esa frescura que fascina e interpela. Jesús hizo la mejor teología de todos los tiempos contando cuentos sencillos a gente sencilla, y todo lo que se salga de ahí, resulta al menos temerario.
Y es que el Antiguo Testamento es la prehistoria de Jesús. Probablemente sea muy valioso para los exegetas a la hora de interpretar adecuadamente el evangelio, pero tratar de iluminar a los fieles con él, es como sustituir la luz del día por una vela vacilante. Las Cartas contienen las interpretaciones teológicas de Pablo y de los apóstoles –y ofrecen pasajes preciosos–, pero no pasan de ser comentarios a pié de página más o menos afortunados. Los Hechos nos ayudan a conocer el funcionamiento de las primeras comunidades cristianas, y de ahí su valor para nosotros. El Evangelio –según la exégesis más actual– recoge de manera fidedigna la fe de aquellas primeras comunidades, y a través de los testigos nos lleva hasta el mismo Jesús.
Poner en la eucaristía las tres lecturas en el mismo plano no tiene ningún sentido porque es evidente que no tienen el mismo valor. Seleccionar lecturas que poco o nada tienen que ver con la Buena Noticia es un disparate notable, porque no solo nos alejan del mensaje de Jesús, sino que lo escamotean…
Evidentemente todo esto no pasa de ser una opinión personal cuyo único valor es el que cada uno le quiera dar. El concilio Vaticano II supuso un salto importante en la recuperación de la eucaristía, pero queda mucho trecho por recorrer. Estaremos en el buen camino cuando al despertarnos cada domingo no pensemos que tenemos que ir a cumplir con Dios, sino que pensemos: “¡Qué bien; hoy toca eucaristía!”.
Miguel Ángel Munárriz Casajús