No seas incrédulo; ¡cree!”
Hermann Rodríguez Osorio, S.J.
En alguna parte leí la historia de un montañista que, desesperado por conquistar el Aconcagua, inició su travesía, después de años de preparación. Quería la gloria sólo para él, por lo tanto subió sin compañeros. Empezó a subir y se le fue haciendo tarde, y no se preparó para acampar, sino que siguió subiendo, decidido a llegar a la cima. Oscureció, la noche cayó con gran pesadez en la altura de la montaña; ya no se podía ver absolutamente nada. Todo era oscuro, cero visibilidad, no había luna y las estrellas estaban cubiertas por las nubes. Subiendo por un acantilado, a solo cien metros de la cima, se resbaló y se desplomó por los aires… Bajaba a una velocidad vertiginosa; solo podía ver veloces manchas cada vez más oscuras que pasaban en la misma oscuridad y la terrible sensación de ser succionado por la gravedad. Seguía cayendo… y en esos angustiantes momentos, pasaron por su mente todos sus gratos y no tan gratos momentos de la vida; pensaba que iba a morir; sin embargo, de repente sintió un tirón tan fuerte que casi lo parte en dos… Como todo alpinista experimentado, había clavado estacas de seguridad con candados a una larguísima soga que lo amarraba de la cintura. En esos momentos de quietud, suspendido por los aires, no le quedó más que gritar: «¡Ayúdame, Dios mío!»
De repente una voz grave y profunda de los cielos le contesta: –«¿Qué quieres que haga, hijo mío?» –«¡Sálvame, Señor!» –«¿Realmente crees que puedo salvarte?» –«Por supuesto, Señor». –«Entonces, corta la cuerda que te sostiene…» Hubo un momento de silencio y quietud. El hombre se aferró más a la cuerda… y no se soltó como le indicaba la voz. Cuenta el equipo de rescate que al otro día encontraron colgado a un alpinista congelado, muerto, agarrado con fuerza, con las manos a una cuerda… a tan solo dos metros del suelo…
La duda mata, dice la sabiduría popular. Y para demostrarlo, basta ver una gallina tratando de cruzar una carretera por la que transitan camiones con más de diez y ocho llantas… El Evangelio que nos propone la liturgia del segundo domingo de Pascua nos muestra a un Tomás exigiendo pruebas y señales claras para creer: “Tomás, uno de los doce discípulos, al que llamaban el Gemelo, no estaba con ellos cuando llegó Jesús. Después los otros discípulos le dijeron: – Hemos visto al Señor. Pero Tomás contestó: – Si no veo en sus manos las heridas de los clavos, y si no meto mi dedo en ellas y mi mano en su costado, no lo podré creer”. Seguramente, muchas veces en nuestra vida hemos dicho palabras parecidas a Dios. Este domingo tenemos una buena oportunidad para revisar la confianza que tenemos en el Señor.
Cuando el Señor volvió a aparecerse en medio de sus discípulos, llamó a Tomás y le dijo: – Mete aquí tu dedo, y mira mis manos; y trae tu mano y métela en mi costado…” Será necesario que el Resucitado nos diga «¡No seas incrédulo sino creyente!» o, por el contrario, seremos merecedores de esa bella bienaventuranza que dice: «Dichosos los que creen sin haber visto». Sinceramente, preguntémonos: ¿Dónde tenemos puesta nuestra confianza? ¿Dónde está nuestra seguridad? ¿Estamos llenos de dudas que nos van matando? ¿Qué tanto confiamos en la cuerda que nos sostiene en medio del abismo?
Cuando los otros le decían que habían visto al Señor, le están comunicando la experiencia de la presencia de Jesús, que les ha transformado. Les sigue comunicando la Vida, de la que tantas veces les había hablado. Les ha comunicado el Espíritu y les ha colmado del amor que ahora brilla en la comunidad. Jesús no es un recuerdo del pasado, sino que está vivo y activo entre los suyos. De todos modos, queda demostrado en el relato, que los testimonios de otros no pueden suplir la experiencia personal.
¡Señor mío y Dios mío! La respuesta de Tomás es tan extrema como su incredulidad. Se negó a creer si no tocaba sus manos traspasadas. Ahora renuncia a la certeza física y va mucho más allá de lo que ve. Al llamarle Señor y Dios, reconoce la grandeza, y al decir mío, el amor de Jesús y lo acepta conceder su adhesión. Naturalmente Tomás no es una persona concreta sino un personaje que representa a cada uno de los miembros de la comunidad que dudan, pero terminan por superar esas dudas.
Dichosos los que crean sin haber visto. Todos tienen que creer sin haber visto. Lo que se puede ver no hace falta creerlo. Lo que Jesús le reprocha es la negativa a creer el testimonio de la comunidad. Tomás quería tener un contacto con Jesús como el que tenía antes de su muerte. Eso ya no es posible. Solo el marco de la comunidad hace posible la experiencia de Jesús vivo pero desde una perspectiva nueva.
Reflexiones Buena Nueva
16 abril, 202
Alfredo Aguilar Pelayo
Evangelio según san Juan 20, 19-31
Al anochecer del día de la resurrección, estando cerradas las puertas de la casa donde se hallaban los discípulos, por miedo a los judíos, se presentó Jesús en medio de ellos y les dijo: “La paz esté con ustedes”.
Dicho esto, les mostró las manos y el costado.
Cuando los discípulos vieron al Señor, se llenaron de alegría.
De nuevo les dijo Jesús: “La paz esté con ustedes. Como el Padre me ha enviado, así también los envío yo”. Después de decir esto, sopló sobre ellos y les dijo: “Reciban el Espíritu Santo.
A los que les perdonen los pecados, les quedarán perdonados; y a los que no se los perdonen, les quedarán sin perdonar”.
Tomás, uno de los Doce, a quien llamaban el Gemelo, no estaba con ellos cuando vino Jesús, y los otros discípulos le decían: “Hemos visto al Señor”.
Pero él les contestó: “Si no veo en sus manos la señal de los clavos y si no meto mi dedo en los agujeros de los clavos y no meto mi mano en su costado, no creeré”.
Ocho días después, estaban reunidos los discípulos a puerta cerrada y Tomás estaba con ellos. Jesús se presentó de nuevo en medio de ellos y les dijo: “La paz esté con ustedes”.
Luego le dijo a Tomás: “Aquí están mis manos; acerca tu dedo. Trae acá tu mano, métela en mi costado y no sigas dudando, sino cree”.
Tomás le respondió: “¡Señor mío y Dios mío!” Jesús añadió: “Tú crees porque me has visto; dichosos los que creen sin haber visto”.
Otros muchos signos hizo Jesús en presencia de sus discípulos, pero no están escritos en este libro. Se escribieron éstos para que ustedes crean que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengan vida en su nombre.
Reflexión:
¿Cómo tener una vida nueva?
El tiempo Pascual es para recordar, actualizar y renovar la Resurrección de Jesús, en nuestra vida cada día. Renovarnos es un reto personal y comunitario.
La liturgia de hoy nos ayuda a ello, al traer a nuestra memoria, como las primeras comunidades (Hch 2, 42-47) se transformaron:
• Escuchando y aprendiendo de la Palabra (Oración).
• Compartiendo y celebrando (Eucaristía).
• Conviviendo fraternamente (Unión).
La Resurrección de Jesús, es nueva vida, es esperanza, es confianza, es alegría, es nuestra salvación… para ello, al igual las primeras comunidades cristianas, tenemos que “creer en Él”, “tener fe”, “aunque no lo hayamos visto”, (cfr. Pe 3, 1-9).
La experiencia de encuentro con el Jesús Resucitado, nos da:
• Paz, en nuestro corazón.
• Su Espíritu, para una misión: perdonar y reconciliarnos.
• Confianza, ante la duda (como a Tomás).
• Perdón, por nuestras faltas, al arrepentirnos y cambiar.
Hay que dejarnos guiar por Él, por su Espíritu, “para tener vida en su nombre”, para resucitar también y llevar a los demás miembros de la comunidad la alegría de la Resurrección.
¿A qué o quiénes le tengo miedo, ¿Porqué?… ¿Recibo con alegría el Espíritu de Jesús resucitado?… ¿A quiénes anuncio el mensaje del Resucitado?